domingo, 11 de octubre de 2009

Los años

26 de noviembre

Hoy volví a soñar que volaba. No fue como las veces anteriores. Esta vez logré llegar al campo, logré salir volando de la ciudad y llegaba a un pequeño lugar apartado de la civilización. Había apenas cinco casitas y no podía sentirse movimiento alguno. Aterricé y comenzaba a adentrarme en los alrededores cuando un pequeño gnomo me llamó: el gnomo me invitaba a soñar. Yo no pude entenderlo hasta que desperté.

4 de diciembre


Esta vez yo era un marinero, una tormenta se avecinaba y anochecía. Una voz me invitaba a su bote.
-¿A dónde quieres ir si estas completamente sólo?, ¿quién sostiene tu mano, quién te hace caer?
Había entrado en un desierto, mi barco se encontraba atascado en un mar de arena y yo no podía hacer algo por mí. “Ven a mi bote”, me decía aquella voz. ¿A dónde quería ir yo?, tan ilimitado el inmenso mar, tan frío; muy pronto el viento otoñal estaría consumiéndome, tal vez no sería tan mala idea ir con aquella voz.
Y ahí me encontraba, sólo, de pie junto al faro de mi barco. Tenía lágrimas en los ojos y la luz de la puesta de sol ahuyentaba hasta mi propia sombra. Como si el tiempo hubiese permanecido estático, sin importarle, había llegado el otoño. Había empezado a consumirme.
Necesitaba ayuda. No tenía a donde ir. La tormenta estaba por llegar y la noche empezaba a aparecer.
-Ven a mi bote, la nostalgia será nuestro capitán.
-¿Cómo puedo confiar en ti?-yo no entendía de donde venía aquella voz.
-Ven a mi bote, el mejor marinero solía ser yo.
El tiempo había permanecido completamente quieto. Todo se había conjugado ya en una tormenta de arena, ya no lograba ver, sólo escuchaba. Y ahora me encontraba de nuevo de pie frente al faro, las lagrimas escurrían por mi rostro y yo tenía frío, mucho frío.
“Ven a mi bote”, me volvió a decir aquella voz.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Algo de mi erotismo…

El placer de mirarte, el placer del ojo.
-Poemas en prosa-

Cada resquicio de tu cuerpo que voy observando, uno a uno, por sí sólo, me eleva en el más infinito orgasmo de la única observancia que es mirarte.

Me gusta mirarte, porque sólo al mirarte descubro el infinito placer de tenerte y no tenerte al mismo tiempo. Tu lujuria desbordada es tan evidente al momento de tu indiferencia. Cada camino que marcas con tus gestos y con tus manías, ¡sobre todo con tus manías!, es más que una bendición divina. Tus manías son todo lo que yo no puedo comprender, me gusta observarlas, porque al observarlas me aparto de mis vanos placeres y me sumerjo en tu cuerpo fértil, lleno de respuestas; cálido y cruel, capaz de asesinarme con el simple aroma de una mirada.

Estás ahí, inerte, callada, en tu más profundo sueño de la noche. Yo apartado, no me atrevo a despertarte por más grandioso que llegue a ser mi incontenible deseo de tocarte y aprovecharme de ti. ¿Qué estarás soñando? Sueñas que te acaricio. Te acaricio yo ó pueden ser unos cuantos más; sigo sin descubrir el punto final de tu imaginación. Aquella que me mostraste hace más de quince años cuando por primera vez nos encontramos cuerpo a cuerpo: La lluvia del inverosímil paseo que habíamos planeado esa tarde en el bosque Terroue. A penas teníamos tres días de habernos conocido, no importó el tiempo, lo importante era la lujuria de tu cuerpo, el desenfreno de mi adolescencia. Nos escurrimos entre los caminos más alejados, tu y yo de la mano, tu cuerpo ardiente, tus manos suaves y húmedas, cada poro de tu piel respirando juventud. Yo estaba floreado de enamoramiento aquella tarde que me hiciste perder la razón. Recuerdo haber escuchado el primer trueno que desencadenó la tormenta incontenible de mi eyaculación. Las paredes de los árboles se pintaron de gris, las hojas verdosas palidecieron envidiosas de tu cuerpo terso; las únicas que se iluminaron fueron las rocas, vacías ellas, deseosas de aprehender tu belleza desnuda por primera vez vista por nuestros ojos: un perfecto cuadro el que marcaste esa tarde lluviosa; tu cuerpo contrastó con todo lo que hiciste palidecer, las rocas, únicas en su vacio, fueron las que quisieron iluminar tu cuerpo desnudo aquél atardecer de agosto.

Extasiado por mi mente, tuviste que obligarme a tocarte. No quería flagelar lo que para mí había sido el más grande descubrimiento de la naturaleza que hasta ese día mis ojos habían presenciado: tu vello húmedo. Lento, muy lento me acercaste a ti. Las gotas de lluvia, casi como gotas de sangre comenzaron a colorear tus senos blancos pero en un color carmesí. Las gotas desparramaban justo en la punta de tus pezones y caían exactas en mi pantalón inundado por el rabioso aroma de tu vulva inmaculada. Dirigiste mi mano hacia tu vagina, para ese momento tenías sujeta mi verga entre tus muslos; pude observar tu mirada llena de placer, observé tantas cosas, era como si tu virginidad de niña se hubiese ido destilando poco a poco junto con la lluvia que escurría entre tus labios. Me sujetaste de la cabeza y me volcaste para tu rostro, tus labios encendidos absorbieron cada año de mi niñez en el que no había tenido tu cuerpo montado en el mío, a partir de ese día, no hubo una situación en la que nuestros cuerpos no se encontraran para perderse en el éxtasis de las pasiones más ocultas del ser reprimido. Tus manos calcinantes sumergieron mi sexo en la escena más febril de tus labios aparatosos. Desapareciste mi verga cuanto tiempo quisiste, yo me dediqué a observarte, hice de mirarte el más grande placer convertido en orgasmo que desencadené entre tus labios cada vez que quise. Mi semen escurría entre tus pechos y entre tus nalgas, parecías extasiada de haber descubierto el sabor de la vanidad del hombre. Exhausto no podía amar más en esta vida que aquella escena de ti empapada de mis fluidos, amando mi sexo, excitada por mi erección, las más grandes rocas iluminando tus senos.

Hipnotizado por una incandescente sensación aparté tu cuerpo con desdén. Quise fotografiar en mi cabeza el impresionante cuadro que proyectabas con tu tórrida mirada, deseosa de tenerme otra vez. Me precipité sobre tu cuello, me había olvidado de tu espalda, la besé lo más que pude mientras bebía la lluvia color carmesí que hacía charco justo entre tus nalgas. Te levanté de espaldas a la vez que penetré el cuadro de tu libertad de niña. Sujeté tus brazos de modo que pudieras sentirte prisionera y completamente expuesta a cualquier depredador del bosque, sumergía mi verga lo más profundo que podía mientras oía los sollozos alucinantes que dejabas caer en la tierra mojada. Observar tu espalda mientras te penetraba me condujo al éxtasis de tu divinidad, la más grande imagen de nosotros dos mientras yo violaba toda gota de lluvia escondida entre tus nalgas. Tu sexo vehemente, encendido, casi volcánico me transportó a la locura de los sueños eróticos de mi niñez. Te penetraba por la espalda a la vez que acariciaba tus senos erectos, joviales y fríos. Tus pezones fueron como dos testigos de aquella noche en la que perdimos la razón.

El bosque verdoso escurrió hasta la última gota de mi semen cálido. Condujiste mi verga al abismo más cercano que encontraste entre tus piernas, aprisionaste mi verga vacía en el húmedo resquicio de tu culo. Montaste con tal osadía que el ambiente verdoso había perdido lo salvaje. Condujiste tu exaltación hasta el único objetivo que era mi verga inmersa en tu culo. Cada movimiento lo acompañaste de un gesto de rabia y placer, una locura para mi verga alucinante, acalorada por tanto semen aún por desbordar. Entonces sujetaste mi cuello con tus dos manos, te apoderaste de mis labios intentando arrancarlos a mordidas; Con una mano me invitaste a que tomara tu cuello entre mis garras carmesí. Las rocas bajaron su tenue luz cuando comenzamos a asfixiarnos. Totalmente ebria hacías entrar y salir mi gran verga erecta con violencia entre tus músculos corrompidos, abrazabas mi cuello entre tus dedos mientras yo con una sola mano te llevaba a la lujuria más impetuosa de nuestros días. Con tal violencia y tales gritos sofocados apretaste tu vulva hasta hacerme caer en una explosión orgásmica, uno tras otro acabaste con cada gota de mi semen a la par que yo sentía como se perdía en la porosidad de tu vello. Caímos inertes y divinos sobre las hojas empapadas de sexo. Quedaste recostada con la mirada fija, pálida, el semen comenzó a escurrir de entre tus nalgas. Callada, fue cuando comprendí el grado de divinidad al que habíamos llegado. Tu cuerpo frágil descansaba sobre las rocas que ya nos habíamos encargado de apagar; ahora fue simplemente la luna la que quiso actuar como un reflector para tu pureza de mujer. Mi semen sobre tu vientre comenzó a secarse mientras tú, en silencio, acariciabas mi verga hasta saciar los años de tu niñez. Esa noche fue la noche de nosotros, la luna quiso acompañarnos mientras repuse el vestido que te había quitado. Antes de colocarte tu ropa interior la olí hasta perpetrarme en los aromas de tus entrañas, gocé de ti y de tus humores. Deliciosos en su plenitud, tuve un orgasmo más mientras tuve tus bragas entre mis manos, descubrí el fetiché que desde ese momento fue para mí tu fragancia; extasiada aún me correspondiste ofreciéndome tus labios.

Y es el día de hoy cuando no concibo la deidad de tu cuerpo. Postrada en esa cama, el camisón transparente que sueles usar me invita a que ultraje el interior de tu culo. Tus labios suaves, aún parecen tener ese tinte carmesí de nuestra primera vez. Tus pezones erectos parecen escuchar mis pensamientos a estas horas de la noche; siempre pequeños y finos, como dos pequeñas perlas extraídas de las profundidades oceánicas, moriría por penetrar con mi boca aquellas dos joyas que guarda con recelo tu pecho, compenetrar mi lengua cálida sobre la monada de tus pezones tibios. El manso viento de la madrugada parece aguardar la humedad de tu vagina, siempre expuesta y amorosa a toda clase de caricias mías. Tus labios y tu culo han sido los más hermoso templos de mi lujuria exorbitante, en esos dos lugares ha sido donde me he dado por muerto y en donde he revivido para hacerlo otra vez. Oh, magnífica deidad de mi erotismo te prefiero arrullada por el candil de la noche apagada a ultrajarte por mi groso deseo de penetrarte. Hoy quiero dejarte así; quiero vivir de la única observancia y fetiche que ha sido para mí el olerte y el mirarte. En todos estos quince y veinte años hasta antes de poseerte y conocerte, has sido objeto de mis más grandes obsesiones sexuales en cuyo único y vital placer para mí era observarte mientras disfrutaba de tu aroma. Esa ilusión óptica creada esencialmente para mí es lo que más me produce orgasmos en esta noche. Mi verga tórrida está en mis manos, me masturbo con tu culo tibio y vacio, ese que parece carente de ardor matinal; quiero masturbarme esta noche para dejar caer mi semen en tu espalda sin que te des cuenta; quiero abrazarte con mis fluidos y cuando comience el nuevo amanecer penetrar con mis dedos en las profundidades de tu vulva. Encontré el placer en la mirada por los gestos y la magia que destellas cada vez que no te penetro; tu aroma es una parte de ti que jamás has reprimido y que jamás podrás reprimir. Por eso amo no tocarte en esta noche, porque es tu aroma y es tu divinidad lo más profundamente puro que puede ofrecerme tu cuerpo fértil y tu sexualidad inmensa. Soy un prisionero de mis deseos pero en esta noche no te tocaré, apretaré mi verga hasta que eyacule mis deseos de penetración, la haré tibia e imaginaré que está cobijada entre tu pecho, le pondré el color de tus mejillas y la saliva de tu sexo. Esta noche saciaré mis deseos al mirarte, al acercarte mi semen, oleré tus deseos y me extasiaré de mi fetichista placer con el único fin de que a la mañana siguiente por fin podré penetrarte otra vez.

Fin.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Hacia la tesis de un hombre desesperado…

Hacia la tesis de un hombre desesperado…
3:07 am.
Hoy dejo tu corazon, simplemente porque me hace daño. No soporto más tu risita en el portavasos de mi estúpido desayno de cada mañana. Olvidé cómo tratarte y he olvidado hasta como dirigirme a ti. Recuerdo las veces en que fui pacinte y esperé el momento en el que decidierás hablar, pero hoy, hoy, reconozco que no puedo más con mi subconsciente,:,muero y vivo, no puedo más , hoy dejo tu corazón.
Estoy agradecido con caa momento a tu lado. Aprendí barbaridades acerca de cómo tratar a a las mujeres. Descubrí la forma de acercarme a mis miedos; perfeccioné la manera de tocar a una mujer: he sido tan feliz contigo. He aprendido a volar aún afuera de mis sueños; descurbí la magia de tu cabello sobre mi pecho. Aprendí a valorar lo estúpido que soy y la magia que tants veces opacaste a mi lado; con todo te lo digo: he sido el más feliz a tu lado.
A tu lado he jurado al mundo que no regresaría a la patraña d emi vida. A tu vil lado he acariciado la luna y he caído en un barranco. A tu laod aprendí a folotar entre la inmundicia y aprendí a caminar solo; solo entre ese estúpido haz de luz que solamente yo tuve el valor de ver. Corrí entre tinieblas, me sumergí entre tus agujeros y jugué al adivino.
De verdad que jamás pude amar tanto a nadie. Soñé entre tus barreras, me hiciste feliz, me destruiste. Navegué entre los vaivenes de tu inecuided, pastoree los miedos de tu fracaso, juzgué cada movimiento tuyo mal dado. Satanicé tus manias, revolví tus sentidos, te hice suspirar, te hicie vivir, persona más voraz en el mundo jamás existió cómo lo fui yo a tu lado.
Ahora dime qué hago con todos tus recuerdos. Qué diablos puedo hacer con tu manera de tocarme. La gente habla, habla lo que no sabe, Yo te llamo, me mato, cuelgo, no queiro saber de ti. Busco algo más, algo que no me recuerde a ti, me engaño y me mato. No lo tolero, cada suspiro tuyo, cada llamada no realizada me consume; quisiera gritarte, consumirte, ser parte, volver a conocerte: es imposible. No queiro esperar más para verte y odiarte; quisiera matarte con mi mirada, olvidarme de ti.
Desatrucción e slo que tengo ahora mismo. Andadas y desvarios, todo me conduce a la porquería de mi desasociego. Quisiera matar cada uno e mis pensamientos, aniquilar mis estúpidas palabras; olvidarme que exististe. Pero no es asi, ahí sigues, epsperando verme suplicar, Disfrutando de cada frase mlña lograda para hacerte volver. Te alimentas de mi alucinógena ira y aún asi no haces nada pro recuprarme. No podrñé olvidarte porque sigues ahí, cautelosa, paciente, esperas el momento de herirme, sigues ahí, siegues en mi, no podré olvidarte, me escuchas al igual que este puñado de imbéciles lectores…
Uisiera pensar en mis lectores a la hora de escribir esto, pero que altanería que vil forma de desplomar los sentidos de una mente herida. No puedo juguetear pro ahí con mis sentimientos porque simpelmente este es el orden de lo que ahora has dejado en mi insensible ego. Quisiera se rpoeta, podría ser un imbécil merolico, atarearte la mente de estupideces, salir y hacerme el ineresane. ¡que patraña! No puedo ser más que el remedo de aquel que te amó. Me sumergo en mi sangr y me ahogo, deliro, alucino, estás ahí: no hay forma de escaparme.
Qué es lo que me has hecho, el nirvana llega a mis sentido más insensible. El imbécil Ph actua dentro de mis pestañas, transforma cada centímetro de mi piel máal estructurada, Vuelo, rio, soy un imbécil sin ti a mi lado. Ahora entiendo la razón de mi cuerpo pidiendo tus manias,: eras tú, el único equilibrio que podiá hacerme coherente, eras tú el único acento que podía hacerme no zooes, eras tu mi vida y mi razón para escribir bien, fuiste tú el único analgésico para mi trauma por la vulgaridad, fuiste tú mi fatídico calamnte para está demencia que no me deja aún en paz. Fuiste tú midroga, alucinaste mis pensares, malgastaste mi energía, te amé por tus maneras, ahor at eodio pro tu ausencia, no puedo más, no puedo escribir bien…

domingo, 30 de agosto de 2009

Es



Iglesia para Galiléicos.


El último domingo que no fui a la iglesia me di cuenta de lo bello que era estar ahí. Generalmente mis padres se despiertan a eso de las nueve de la mañana para alistarse ellos y enlistar a mi hermano menor. Yo, trasnochado, maldigo cada movimiento que escucho a mí al redor. Ese maldito rechinar de las bisagras de las puertas, excepto la mía porque me di a la tarea de aceitarla, sin embargo, no estaría de más hacer lo propio con las restantes; los pasos por las escaleras, el caminar por el pasillo, ese miedo a que irrumpan en mi templo de descanso, nada me deja tranquilo los domingos a las nueve de la mañana. Y ahí viene, toc toc toc. Maldición. ¿A qué hora te vas a parar? Ya nos vamos. Maldición. ¿No te vas a bañar? No, no me voy a bañar, váyanse si quieren. Maldición. Dormito, pienso, acomodo mi cabello, lo desacomodo, giro en la cama, pataleo en el tapete y voy directito al baño.

Al fin que no me quería bañar, ni que falta me hiciera, pienso al ver el reloj marcando casi las diez. Para celebrar mi rebeldía de no bañarme duermo en el coche treinta minutos más mientras llegamos al lugar de la cita. A duras penas y rezongando bajo del auto, el sol dominical deslumbra mi fiesta nocturna. Tomo aire, me amarro el cabello y ahí está ese panzoncito llamado hermano Sandoval; cuando niño recuerdo que no paraba de hacerme aquellos típicos chistes de magia de desprender el dedo pulgar de su mano, me dejaba perplejo, yo curioso, rogaba que me enseñara el secreto. ¡Hermano! ¡Cada día más delgado! ¡No se me vaya a romper! Gracias, he estado yendo al gimnasio, le contesto. Por añadidura las cosas en ese lugar funcionan así; hace tiempo, en el velorio de mi abuela se congregaron todos los hermanos y toda la familia no hermana de mi abuela. Yo conocía a menos de la mitad de los asistentes al magno evento, entre hermanos, tíos abuelos, primos lejanos y familia que sólo se ve en esta clase de situaciones, mi falta de conocimiento acerca de los miembros de mi familia lejana me dejaba callado al no saber como nombrarlos para dirigirme a ellos. ¿Qué ya vas a la universidad? ¡Mira nada más que guapote estás! Sí, ya entré a la universidad, gracias hermana... o tía... o prima... El resto de la madrugada de aquel velorio llegué a la sencilla y cómoda conclusión de que cualquier desconocido en ese recinto, sino era mi tío, seguro era mi hermano.

Ya en el interior de la casa del señor todo se convierte en un gran espectáculo. David, Moisés, Daniel, Isaías, Caín, Josué, Jueces, Ruth, primera y segunda de Corintios, Tesalonicenses, ¿tesaloni... qué? De niño creía que al estudiar el libro sagrado me encontraría con super historias protagonizadas por super personajes dignas del único super poderoso. Y en efecto, en muchas ocasiones he escuchado historias extraordinarias que el mismo Rubén Darío hubiera querido agregar a su antología de Azul. Pero qué demonios con los nombres de los protagonistas, yo esperaba nombres heroicos o difíciles de pronunciar, no lo sé: Kaletmath el liberador de los judíos o Kawasawskoliyevsky y sus viajes por el mediterráneo, qué se yo, algo con más gracia y más alejado de lo terrenal; pero qué sucede, volteo y a dos bancas de mi está sentado el hermano Daniel, acompañando a su padre el hermano Moisés, y peor aún, el encargado de repartir los himnarios es el famosísimo: hermano Jesús.

Entonado con los himnarios del hermano Jesús comienza la interpretación de aquél himno que trae la tonadita de La Guadalupana que bajó del Tepeyac. A mitad del segundo himno me doy cuenta de que fumé demasiado la noche anterior. Siento como al intentar sacar el sonido desde mi diafragma, el esfuerzo me taladra poco a poco mi resentida garganta. ¿Será que es Satanás el que me tienta a no cantar? Sí, ha de ser él el responsable de que a media oración por la cena del señor yo abra los ojos para fisgonear quién también los abre como yo; ¿o será él el culpable de que no dé ni cincuenta centavos para la ofrenda? Sí, ha de ser Satanás el culpable de que me cause tanta gracia ese DO de pecho mal dado que vibra en las paredes cuando la hermana Jovita, con su chillona voz, nos hace apreciar su incuestionable amor por el señor. ¿Por qué no le ponen acentos a los himnos del himnario? Me pregunto, mientras telepáticamente le pido al hermano Federico que cantemos un último himno menos pegajoso para que así no vaya con la tonadita en el auto de regreso a casa.

Terminado el espectáculo de medio día, intento salir cuanto antes para no tener que saludar a los hermanos que no tengo el gusto de conocer. Sí, con permiso, gracias, el señor lo bendiga a usted también, gracias, ¡qué amable! Oiga hermanito, discúlpeme que se lo diga pero, ¿no ha pensado en cortarse el cabello? Está en la casa de Dios ¿El cabello? Ah, sí gracias hermano, tiene razón ya me hace falta un despunte. ¿Pues que no ese tal Yisuscraist tenía el cabello largo? Digo, si así lo vemos resultaría que estéticamente yo sería más fan del señor que todos los hermanos juntos. Pero no, la imagen que nos venden en tarjetitas no tiene que ver en nada con lo real. Ese producto que viene colgando del espejo retrovisor de los microbuses resulta ser eso: un simpe producto de la religión dominante del país que idealiza la estética de nuestro creador. Ninguna similitud con el retrato hablado que el otro día presentaban mis amigos de The History Channel. Todo un suceso lo de reconstruir en 3d el rostro del elegido por el señor. Nariz gruesa y ancha para soportar las tormentas de arena israelitas. Ojos sumidos, labios gruesos. Cabello corto y rizado. Pobre señor Jesús, ¿en verdad era tan asimétrico? Nada que ver con los ojos verdes y piel clara que luce hasta el mismísimo San Dieguito hoy en día.

Sin más, el domingo pasado cuando no asistí a congregarme, sentí ese vacio en el corazón que muchos de los fieles presumen haber sentido antes de entrar al camino del bien. Dormí hasta las dos de la tarde esperando a que llegaran mis papás para decidir que podría desayunar-comer en un día tan especial. A penas llegaron, me di cuenta del aurea que rodeaba su caminar. Se veían lúcidos y despiertos; todo lo contrario a mi adormilada deshidratación. Extrañé mucho y de que manera durante todo el día ese domingo sin Iglesia. Cada persona congregada y cada movimiento inocente realizado por ellos vinieron a mi cabeza como una especie de armonia melódica que inconscientemente siempre proyectan. A pesar de mi cínica somnolencia en las veces que he asistido, cada domingo terminando el rito, he podido llenarme de todo aquello que es humano para mí, y que ellos llaman hermandad.

Ahora sé que la Iglesia de los domingos es un exilio en el mundo. Un lugar inusual para los que ya olvidaron lo humano y la armonía. La iglesia es un lugar de convivencia, no el único, no el mejor; es un escaparate de la artificialidad de quienes no la conocen। Es por eso que el último domingo que no fui a la Iglesia amé el ritual de aquél que no siente temor por expresarse। Quise recordar los cánticos energéticos que piden por una deidad. Extrañé observar todo signo humano que olvido a lo largo de la semana. Añoré sentirme extraño y al mismo tiempo parte de un universo que aún no comprendo pero que me fascina observar. La Iglesia sólo es una parte de mí pero que me resulta necesaria para encontrar el balance entre lo que son, somos y soy por separado. La Iglesia son ellos, con su amor y con su fe y yo a un lado, extasiado, feliz de estar ahí.





lunes, 3 de agosto de 2009

devorador

Es como aquel perrito que jugaba todo los dias a masticar las enredeaderas que rodeaban el vecindario. Con apenas tres meses de vida el pequeño perrito comenzaba a dar muestras de ser un ejemplar grande en tamaño. Todos los días podía verse aquella bola de pelos color miel escurrirse entre los arbustos; casi siempre con el hocico lleno de plantas, de varitas de madera; no parecia tener mayor ocupación que la de masticar cosas que encontraba en los jardines.
A decir verdad yo no sabía quién era el dueño de dicho perrito. Por las mañanas, cuando salía a correr, me llamaba la atención la devoción con la que el perrito se escabullia de un lado a otro para encontrar hojas cada vez más grandes de entre las ramas frondosas. Hojas de bla, hojas d ebla, un día lo ví con hojas de eucalipto, no supe de dónde las había sacado, en mi vida divisé eucalipto entre esos jardines, sin embargo, descubrí que las hojas de eucalipto, por su aroma pensé yo, eran sus favoritas para masticar.
Al medio día el perrito daba una tregua a su tarea diaria. Se acomodaba justo entre las sombras que proyectaban las esculturas de los dos feroces que coyotes que custodiaban la fuente del lugar. Acurrucado entre el cálido




continua continua...