domingo, 30 de agosto de 2009

Es



Iglesia para Galiléicos.


El último domingo que no fui a la iglesia me di cuenta de lo bello que era estar ahí. Generalmente mis padres se despiertan a eso de las nueve de la mañana para alistarse ellos y enlistar a mi hermano menor. Yo, trasnochado, maldigo cada movimiento que escucho a mí al redor. Ese maldito rechinar de las bisagras de las puertas, excepto la mía porque me di a la tarea de aceitarla, sin embargo, no estaría de más hacer lo propio con las restantes; los pasos por las escaleras, el caminar por el pasillo, ese miedo a que irrumpan en mi templo de descanso, nada me deja tranquilo los domingos a las nueve de la mañana. Y ahí viene, toc toc toc. Maldición. ¿A qué hora te vas a parar? Ya nos vamos. Maldición. ¿No te vas a bañar? No, no me voy a bañar, váyanse si quieren. Maldición. Dormito, pienso, acomodo mi cabello, lo desacomodo, giro en la cama, pataleo en el tapete y voy directito al baño.

Al fin que no me quería bañar, ni que falta me hiciera, pienso al ver el reloj marcando casi las diez. Para celebrar mi rebeldía de no bañarme duermo en el coche treinta minutos más mientras llegamos al lugar de la cita. A duras penas y rezongando bajo del auto, el sol dominical deslumbra mi fiesta nocturna. Tomo aire, me amarro el cabello y ahí está ese panzoncito llamado hermano Sandoval; cuando niño recuerdo que no paraba de hacerme aquellos típicos chistes de magia de desprender el dedo pulgar de su mano, me dejaba perplejo, yo curioso, rogaba que me enseñara el secreto. ¡Hermano! ¡Cada día más delgado! ¡No se me vaya a romper! Gracias, he estado yendo al gimnasio, le contesto. Por añadidura las cosas en ese lugar funcionan así; hace tiempo, en el velorio de mi abuela se congregaron todos los hermanos y toda la familia no hermana de mi abuela. Yo conocía a menos de la mitad de los asistentes al magno evento, entre hermanos, tíos abuelos, primos lejanos y familia que sólo se ve en esta clase de situaciones, mi falta de conocimiento acerca de los miembros de mi familia lejana me dejaba callado al no saber como nombrarlos para dirigirme a ellos. ¿Qué ya vas a la universidad? ¡Mira nada más que guapote estás! Sí, ya entré a la universidad, gracias hermana... o tía... o prima... El resto de la madrugada de aquel velorio llegué a la sencilla y cómoda conclusión de que cualquier desconocido en ese recinto, sino era mi tío, seguro era mi hermano.

Ya en el interior de la casa del señor todo se convierte en un gran espectáculo. David, Moisés, Daniel, Isaías, Caín, Josué, Jueces, Ruth, primera y segunda de Corintios, Tesalonicenses, ¿tesaloni... qué? De niño creía que al estudiar el libro sagrado me encontraría con super historias protagonizadas por super personajes dignas del único super poderoso. Y en efecto, en muchas ocasiones he escuchado historias extraordinarias que el mismo Rubén Darío hubiera querido agregar a su antología de Azul. Pero qué demonios con los nombres de los protagonistas, yo esperaba nombres heroicos o difíciles de pronunciar, no lo sé: Kaletmath el liberador de los judíos o Kawasawskoliyevsky y sus viajes por el mediterráneo, qué se yo, algo con más gracia y más alejado de lo terrenal; pero qué sucede, volteo y a dos bancas de mi está sentado el hermano Daniel, acompañando a su padre el hermano Moisés, y peor aún, el encargado de repartir los himnarios es el famosísimo: hermano Jesús.

Entonado con los himnarios del hermano Jesús comienza la interpretación de aquél himno que trae la tonadita de La Guadalupana que bajó del Tepeyac. A mitad del segundo himno me doy cuenta de que fumé demasiado la noche anterior. Siento como al intentar sacar el sonido desde mi diafragma, el esfuerzo me taladra poco a poco mi resentida garganta. ¿Será que es Satanás el que me tienta a no cantar? Sí, ha de ser él el responsable de que a media oración por la cena del señor yo abra los ojos para fisgonear quién también los abre como yo; ¿o será él el culpable de que no dé ni cincuenta centavos para la ofrenda? Sí, ha de ser Satanás el culpable de que me cause tanta gracia ese DO de pecho mal dado que vibra en las paredes cuando la hermana Jovita, con su chillona voz, nos hace apreciar su incuestionable amor por el señor. ¿Por qué no le ponen acentos a los himnos del himnario? Me pregunto, mientras telepáticamente le pido al hermano Federico que cantemos un último himno menos pegajoso para que así no vaya con la tonadita en el auto de regreso a casa.

Terminado el espectáculo de medio día, intento salir cuanto antes para no tener que saludar a los hermanos que no tengo el gusto de conocer. Sí, con permiso, gracias, el señor lo bendiga a usted también, gracias, ¡qué amable! Oiga hermanito, discúlpeme que se lo diga pero, ¿no ha pensado en cortarse el cabello? Está en la casa de Dios ¿El cabello? Ah, sí gracias hermano, tiene razón ya me hace falta un despunte. ¿Pues que no ese tal Yisuscraist tenía el cabello largo? Digo, si así lo vemos resultaría que estéticamente yo sería más fan del señor que todos los hermanos juntos. Pero no, la imagen que nos venden en tarjetitas no tiene que ver en nada con lo real. Ese producto que viene colgando del espejo retrovisor de los microbuses resulta ser eso: un simpe producto de la religión dominante del país que idealiza la estética de nuestro creador. Ninguna similitud con el retrato hablado que el otro día presentaban mis amigos de The History Channel. Todo un suceso lo de reconstruir en 3d el rostro del elegido por el señor. Nariz gruesa y ancha para soportar las tormentas de arena israelitas. Ojos sumidos, labios gruesos. Cabello corto y rizado. Pobre señor Jesús, ¿en verdad era tan asimétrico? Nada que ver con los ojos verdes y piel clara que luce hasta el mismísimo San Dieguito hoy en día.

Sin más, el domingo pasado cuando no asistí a congregarme, sentí ese vacio en el corazón que muchos de los fieles presumen haber sentido antes de entrar al camino del bien. Dormí hasta las dos de la tarde esperando a que llegaran mis papás para decidir que podría desayunar-comer en un día tan especial. A penas llegaron, me di cuenta del aurea que rodeaba su caminar. Se veían lúcidos y despiertos; todo lo contrario a mi adormilada deshidratación. Extrañé mucho y de que manera durante todo el día ese domingo sin Iglesia. Cada persona congregada y cada movimiento inocente realizado por ellos vinieron a mi cabeza como una especie de armonia melódica que inconscientemente siempre proyectan. A pesar de mi cínica somnolencia en las veces que he asistido, cada domingo terminando el rito, he podido llenarme de todo aquello que es humano para mí, y que ellos llaman hermandad.

Ahora sé que la Iglesia de los domingos es un exilio en el mundo. Un lugar inusual para los que ya olvidaron lo humano y la armonía. La iglesia es un lugar de convivencia, no el único, no el mejor; es un escaparate de la artificialidad de quienes no la conocen। Es por eso que el último domingo que no fui a la Iglesia amé el ritual de aquél que no siente temor por expresarse। Quise recordar los cánticos energéticos que piden por una deidad. Extrañé observar todo signo humano que olvido a lo largo de la semana. Añoré sentirme extraño y al mismo tiempo parte de un universo que aún no comprendo pero que me fascina observar. La Iglesia sólo es una parte de mí pero que me resulta necesaria para encontrar el balance entre lo que son, somos y soy por separado. La Iglesia son ellos, con su amor y con su fe y yo a un lado, extasiado, feliz de estar ahí.





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